Era un día propicio para quedarse en casa. Domingo frío, lluvioso, desapacible en casi toda la geografía nacional. Inundaciones en el levante, viento en el sur, lluvia en el centro y sólo algún respiro por el norte en forma de claros intermitentes.
De repente, el sollozo del cielo tornó en llanto. Y todo se precipitó, tan lento y tan rápido a la vez, que los recuerdos permanecen inalterables. Malditas horas aquellas. Tu madre entró precipitadamente en tu habitación para decirte la mala noticia. Tu padre, aquel al que no le gustaba mucho el baloncesto pero enganchado a esta maravillosa locura tras esas madrugadas eternas vividas un lustro antes, durante los JJOO, te llamaba entre lágrimas para contártelo. Tu amigo, ese con el que te pasabas horas tirando a canasta emulando a tu ídolo en la cancha del barrio, subía a tu piso para compartir contigo el dolor por su primera pérdida, casi tan real como una de su propia familia.
Las radios echaban humo. Los que habían desafiado al frío para salir a comer fuera aquel domingo, no se lo podían creer en su camino de regreso a casa. Todo parecía un mal sueño. Ojalá lo fuera. Una estúpida pesadilla, innecesaria ella, de guión errático y reglones torcidos, un final abrupto para un cuento de hadas, un epílogo injusto para el libro más bello. En las noticias, reinaba la confusión. El único dato confirmado era el accidente de tráfico de un jugador del Real Madrid de baloncesto.
Ellos, los jugadores del Real Madrid, tenían las mismas dudas que cualquier aficionado aquella tarde. Un compañero acababa de estrellarse y el juego parecía macabro. Ruleta rusa. El que entraba por vestuarios antes de aquel partido ante el CAI Zaragoza, se tachaba de la lista. Un suspiro al comprobar que el recién llegado estaba bien mas una agonía al estrecharse la relación de candidatos. Los segundos se hacían horas y la tensión crecía al darse antes la noticia de la muerte de ese accidentado que su propio nombre.
Cuando Quique Villalobos llegó, con decenas de periodistas esperando en la entrada, sólo faltaba uno. Fernando Martín nunca se reuniría con sus compañeros. Nadie quería creerlo. La confusión dio paso a la incredulidad y ésta, a la frustración, a la impotencia más desoladora. Silencio en cada casa. Las ondas de radio y televisión se entremezclaban para dar certeza al peor de los augurios. Con voz de cristal, la muerte de Fernando se convertía en certeza.
Cada generación tiene fechas señaladas en el calendario marcadas para siempre. Noticias felices, las menos, días oscuros, los más, en los que lo cotidiano se recuerda tanto como el propio hecho. La llegada del hombre a la luna, el golpe de estado de Tejero, la caída de las Torres Gemelas o la sangre inocente derramada el 11-M en Madrid. En baloncesto, al menos en España, si hay un día en el que todos coinciden al afirmar que recuerdan perfectamente dónde y cómo vivieron y reaccionaron ante un suceso, ese es el 3 de diciembre de 1989. La muerte de una leyenda se marca más a fuego incluso que el más feliz de los éxitos conquistados. Casi tres décadas después, el recuerdo permanece intacto.

Aquel maldito 3 de diciembre…
El mundo miraba expectante la cumbre entre Estados Unidos y la URSS celebrada en Malta. El apretón de manos entre Bush y Gorbachov terminaba por fin con la Guerra Fría. Más bien lo poco que quedaba aún en pie tras el derribo, casi un mes antes, del Muro de la Vergüenza de Berlín. En España, la actualidad baloncestística giraba en torno a la jornada de liga de ese fin de semana. Regresaba la ACB tras el parón por los compromisos internacionales, en el que se aprovechó para disputar el All Star.
Los principales alicientes eran el debut de Wood como blaugrana, el estreno de Lockhart en Sevilla y el de Frederick con el Real Madrid. Fernando no iba a jugar contra el CAI por una tendinitis, aunque se le esperaba en el pabellón para ver el partido con sus compañeros. Jamás tomaría esa ruta. Iba rápido, demasiado rápido, sin recordar ya aquel accidente que había sufrido tres años antes del que salió milagrosamente intacto. Maldita velocidad. Llovía en Madrid y su Lancia Thema dijo basta. Indomable, perdió el control y acabó atravesando cinco carriles en la M-30, hasta acabar estrellándose contra un Opel Kadett, conducido por un Ricardo Delgado Cascales que sobrevivió aunque con graves heridas y al que, como a su familia, esta efeméride dolerá aún más por el perpetuo vacío mediático hacia su figura, de una injusta memoria colectiva que a veces olvida que él también fue víctima.
El reloj se paraba para siempre a las 15:20. Ya nada volvería a ser como antes. A sólo cincuenta metros de los servicios funerarios de la M-30. Con las fotos que llevaba en su cartera para firmárselas a los caza-autógrafos esparcidas por la carretera, manchadas de tierra y sangre. No podía ser. Con 27 años, en un momento álgido de su carrera, contento por la llegada de su hijo Jan a pasar las navidades con él y con mil planes a corto y medio plazo pendientes. Ese gigante imbatible, aquel ganador perpetuo, sufría la primera derrota de su vida. La más inesperada, la más dolorosa.

Entre lágrimas y honras
«El único líder que teníamos se nos ha ido», sentenciaba Ferrándiz. «Soy incapaz de hablar de él como jugador, sólo me acuerdo como persona», espetaba Aíto García Reneses. Los comentarios se sucedían, los elogios se relevaban entre sí, en una eterna cadena que devolvía tras su muerte todo lo que él había aportado en vida. «Amigo», «grande», «inigualable», «único», «pionero», «símbolo», «ídolo» se repetían… pero ningún calificativo sonó tanto como el de «carismático». Tanto, que el basket parecía un desierto con su ausencia. Sin él se había ido también una pequeña parte de este deporte y de la propia ACB, huérfana.
George Karl confesó que las horas vividas –sufridas- entre aquel infausto domingo de hace 25 años y el siguiente martes son las que más recuerda de toda su vida. Muchos aficionados, aunque jamás hablaran con él, aunque sólo le conocieran por lo visto en el pabellón o la pantalla, tienen hoy la misma sensación.
El lunes 4 de diciembre, su capilla ardiente se instaló en el Pabellón de la Ciudad Deportiva. Todas las personalidades del mundo de la canasta, los compañeros, los oponentes, los de antaño, los del presente, todos, absolutamente todos, quisieron darle el último adiós a Fernando. Dolió especialmente ver a los jugadores madridistas, abatidos, con un Romay absolutamente destrozado. Conmovió ver la sensibilidad de sus archirrivales barcelonistas abrazándose con los madridistas y compartiendo las lágrimas por Martín. Su mayor rival deportivo, Audie Norris, con tantas batallas libradas y moratones por el camino de aquella lucha en la pintura, le definía como amigo, algo que quedaba ya para la eternidad.
Ese día fue también el del homenaje popular, de unos ciudadanos que necesitaban darle las gracias a su astro, más cerca de las estrellas que nunca. Un aficionado anónimo puso sobre su féretro la mítica camiseta con el ’10’ de Fernando, en una de las instantáneas más simbólicas de aquellas frenéticas horas. Al día siguiente, la respuesta popular fue igual de alta en su entierro, celebrado en el cementerio de la Almudena.
Cientos y cientos de chavales que aprovechaban su recreo para despedir a su ídolo, adultos que sencillamente se habían enamorado del baloncesto tras su llegada y sus seres más cercanos, conscientes de que Fernando jamás se iría del todo. Más de dos metros de flores y coronas -desde Portland hasta la Demencia- antes de poner al fin la lápida, en un momento cargado de emoción que Paco Torres, hace ahora 25 años, supo capturar con precisa emoción en Gigantes: «Y cuando esas jóvenes manos, muchas de ellas acostumbradas a jugar con balones de plástico en patios de colegio, le aplaudieron por última vez, Fernando comenzaba a ser leyenda».

Fernando Martin es y será siempre una leyenda eterna para el madridismo como para el baloncesto en general. Él fue el primer español en pisar la NBA.
Gracias por todo Fernando, el madridismo y el baloncesto en general siempre llorará un 3 de diciembre de 1989.

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